27 agosto 2012

ELLA



Amaba la oscuridad. No podía vivir sin ella. Me pertenecía. Le pertenecía. Una penetrante relación basada en la necesidad. Una impuesta necesidad. Una lógica dinámica a la que me vi forzado a participar. Todo se englobaba en ella. Todo lo usurpaba y cambiaba. A mí también. Tiempo atrás. Me cambió. Me obligó a comprenderla y alabarla. Imperaba la urgencia. Los otros se quedaron atrás. Muchos de ellos. Demasiados. Yo lo vi claro. La escuché y me arropó. Si se puede llamar arropar lanzarme a la supervivencia. No me previno. Supe reaccionar. Ahora está tan dentro de mí que ya no sé quién impulsa a quién. Yo la uso y manipulo a mi antojo. Pero ella lo sabe y se deja. Creo que mantiene constante su control.
Como llegó realmente nadie lo sabe. Pasó y ya está. Es tontería preguntarse por nada más. Algunos decían que fue un cataclismo nuclear. Que finalmente Israel atacó a Irán y eso desencadenó una reacción planetaria sin freno. Destructiva. Mortal. Las explosiones trajeron la noche. Da igual. Sea lo que fuere llegó la oscuridad y se adueñó de todo y todos. Súbita, sin ningún aviso.

Recuerdo perfectamente el día, la mañana. Llevaba un mes instalado en Denver, prosiguiendo un viaje que me lanzó al mundo. Una búsqueda de algo, un escape de cualquier otra cosa. Me estaba habituando a ese inglés rápido y cerrado que hablan por aquí. Me costaba pero me iba haciendo con la ciudad. Una mezcla de individualismo remarcado en los tatuajes, las modas retro, vintage, los estilos deportivos, sus gorras y gafas de pasta, los cochazos enormes en un reto personal al propio ego, tribus urbanas varias, pseudoartistas, miles de homeless, y una definitiva alienación social disimulada en una pasividad dominada por el materialismo más consumista. Curioso para los sentidos en su intento de interpretación de la diversidad cultural disfrazada de impulsos diferenciales. Algo que tranquiliza tus primeros pasos en lo desconocido, probando a adivinar los supuestos que se suceden ante tus ojos. Una ciudad en su apariencia tranquila, diferente a esas zonas ultraconservadoras que hacen famoso a este país en el mundo. Aquí la naturaleza que nos rodea y vigila, enormes ojos en enormes picos de la cordillera de las Montañas Rocosas, da sensatez a sus habitantes. Otro tanto lo hace la calidad artística de aspirantes a nuevos Warhols, Pollocks. Se siente esa esencia. Se vive distinto. Un enclave elegido, quizás desde el subconsciente, donde comenzar un nuevo ciclo, en la continuidad de mi existencia.

En la ausencia de opciones laborales calmaba mi ansia interior paseando por sus calles, reconociendo lo anteriormente comentado, buscando los resquicios de la postmodernidad en los detalles más ocultos, en las sombras de las realidades. La lista se extendía a su infinito. Las cosas las reconocía, otras las conocía de primeras, lo unía, lo seleccionaba, buscaba los patrones del momento. Una labor apasionante para unos sentidos en constante alerta, expectantes, concluyentes en la subjetividad de su clasificación.

Oí los primeros gritos, murmullos en la lejanía, comparados con los cláxones de los autos y las sirenas policiales. La oscuridad se hizo con las calles a plena luz del día. El caos fue breve. La incredulidad paralizó los primeros instantes. Luego la gente se alteró. El alma humana siempre busca sus salidas. No había. No se veía una mierda. No había referencias.
El sistema de alumbrado público palió la novedad. La gente calmó sus primeros impulsos. Llegaron los comentarios, las miradas al cielo oscurecido, la relativa normalidad.

Me dirigí pensativo al pequeño departamento en el que residía. Las calles me guiaban con sus destellos artificiales, nos guiaban a todos. Las noticias lo dejaban claro. No los canales de televisión que estaban extintos. Fueron las redes sociales, el entramado mediático de internet avisaba de la debacle nuclear provocada por el ataque israelí a Irán y las consecuencias a escala global. Ese nuevo orden mundial, tan promovido, tan premeditado, tan directo, sin miramientos, ni remordimientos. Unos pocos contra todos. Los satélites se desconectaron tras los bombardeos a los principales núcleos de seguimiento de aquellos. Las centrales energéticas cayeron después. Grandes zonas, pequeños países, repartidos por todo el mundo, desaparecieron entre llamas y contaminación nuclear. La luz se apagó, no llegaba. Si vino la eterna noche. Los rayos solares no llegaban a la tierra. Los ejércitos hicieron su parte. Redujeron la población a minorías. Demasiadas informaciones inconcluyentes, contradictorias, confusas. No merecía la pena seguirlas. Al poco tiempo éstas también desaparecieron. Apareció la supervivencia. Esquivar balas solitarias que iban de cualquier sitio hacia la nada. Sin objetivos. Movidas por la sin razón. La locura se adueñó de la estabilidad mental de los restantes. El egoísmo perdido, desorientado, de la razón, canalizó su voluntad hacia el odio. A todo. Las excusas no valían. La ley del más fuerte. Con o sin armas. Los asaltos a centros de abastecimiento se sucedían por doquier. Llegó el punto donde los alimentos escaseaban. Aparecía el ingenio. Nuevos cerebros adaptándose al medio que los bloqueó durante años, siglos. La existencia humana. Primeros indicios de canibalismo. Pequeños gourmets de la vacuidad. La soledad. La reducción familiar. Genes egoístas acelerando resultados.

Me acostumbré al sigilo y la vigilia los primeros años. Una eternidad en el día a día, sólo separados por las horas. Veía amenazas donde no existían. Fui depurando mi instinto. Una maravillosa novedad. Vuelta a los orígenes.
Conseguía almacenar alimentos. Me mantuve en mi departamento donde aguardaba el escape. Cualquier día a cualquier momento. El silencio me mataba. La oscuridad hacía el resto. Atrás quedaron las luces callejeras. No duraron mucho. Las fuentes energéticas se agotaron. Cada uno se las ingeniaba como podía para iluminarse. Algo peligroso para los observadores en la noche. Pero mi edificio estaba solitario. Me cercioré de ello. En parte por eso aguanté aquí.

Imaginaba como sería el resto del planeta. Ahora lo que lo destruyó homogeneizó a los supervivientes. Ya daba igual el idioma que hablaras. No podías tener una conversación que no fuera con tu difuso reflejo en el espejo. Cambiante. Distorsionaba más tu realidad. Por fuera pensé que la vegetación se adueñó de los edificios, las calles, las ciudades. Lo salvaje torturaba el civismo. La caída del progreso. Contentos estarían los anarcoprimitivistas. Si es que quedaba alguno.

Un pequeño error. Los cuidaba al máximo, pero sabía que podían ocurrir. Un destello de una llama, que encendía de vez en cuando para recordar la civilización perdida, movilizó sombras hacia mi posición. Suerte que me anticipé a ellos. Entrené mi agilidad y resistencia. Mi cuerpo se engranó en lo fibroso. El resto fue el factor sorpresa y los cuchillos Ginsu, afilados al máximo. Hasta ahora no había sentido la determinación de la muerte. No lo pensé. Los sorprendí. Eran dos. Gemelos. Las ironías aparecían para dar pequeños respiros a la depresión acuciante. Pensé en la blandura de sus cuerpos. Como penetró el filo de los cuchillos en sus estómagos. Cómo rasgó sus debilitadas gargantas, mostrándome el brillo del rojo intenso que emanaba de ellas. Vi caer sus cuerpos sin vida sobre la moqueta del pasillo. Cambió de color. Éste último me hipnotizó. Me enseñó la muerte. Me paralizó. Aturdido, algo creció dentro de mi ser. Una sensación espontánea, vil, básica. Hambre. Llevaba varios días sin comida. Había agotado lo que pude acumular. Se había puesto difícil la cosa. Ya no era fácil encontrar nada en las calles. Y, aunque lo pensé, resistí mis primeras intenciones. No quería perder lo único que me mantenía aferrado a mi humanidad. Si supiera que era eso ahora. Los segundos se hicieron eternos. Hambre. Pasaron mil recuerdos por mi mente. Felices, nostálgicos, deprimentes. Recuerdos. Hambre. Dicté sentencia. Bueno lo hice antes con mi defensa, con sus muertes. Esto ya no era tan importante. Era yo justificándome a mi mismo. Que coño más da. Adelante. Hambre.

Un tercio de mi vida sin comer carne. Pero me supo a gloria. No le sacaba parecidos. Una pequeña sonrisa me alegró cuando me recordé comiendo tofu. Mírame ahora. Había asado un brazo. Una pequeña fogata en la bañera me sirvió para mi cocina fusión. Nuevas tendencias. Los próximos intentaría condimentarlos con algo más que sal.

No me dio tiempo a realizar la digestión. Averiguar como reaccionaria mi metabolismo a la nueva dieta. Reflexionar sobre lo acontecido. No estaban solos. Debían ser unos buscadores. Una avanzadilla de otro grupo más grande. Les oí. Los sentía. Venían hacia aquí. Buscaban a los suyos.
Cogí una mochila que tenía preparada años atrás para este día. Sólo con lo básico. Cositas de supervivencia. La higiene dejó de importar. No podía quedarme a saludarles. Tenía que salir de allí. Dejar el espacio que me acogió estos tenebrosos años y empezar de nuevo. Mejor viendo la que había preparado al cocinar. Pronto aparecerían olores. Metí los restos asados en un tupper. No tenía más alimento que ese. Lastima de una salsa barbacoa.

Salí por la puerta de atrás. Creo que la desconocían. Los vi entrar por la de adelante. Eran unos diez. No distinguí más. Lo justo para escapar de allá.

Perdí mi posición privilegiada. Mi fortaleza. Me tocaba improvisar. Dormir era fácil. Miles de casas estaban vacías. Pero tenía que tener precaución. Mucha.
Me hice más rápido. Dormía cada día en un lugar distinto. No dejaba rastros. Y cazaba. Me depuré en esta técnica. Siempre quedaba algún extraviado buscándose la vida. Los sorprendía y caían. Me fabriqué una lanza con el cuchillo más grande que tenía. Eso era afinar la puntería. Cada vez era más sencillo. Aunque seguía sin condimentos. Lo hacía raudo. El olor de la carne asada es fuerte y más con el afinamiento del olfato selectivo. Cocinar y marchar. Sin contratiempos. Directo era lo mejor.

Mi mente se adaptó tan fácilmente que no sé a quién pertenecía. Me sorprendía. O era yo quién la adapté. Nos fusionamos en una compleja relación. Era mi única compañía. La respuesta a mis vacilaciones. Mis complejas preguntas. Siempre me otorgaba sabias respuestas. Una sincronizada pareja de uno. Difícil de explicar. Ahora esa era toda mi vida. La experiencia de la continuidad adaptativa. Hacia un umbral desconocido, inexplorado, evolutivo.

Recordé un documental que vi sobre Las Vegas. La automatización de la Presa Hoover, que suministra la energía eléctrica a aquella, podría haber sobrevivido. No necesitaba de humanos. Sólo acabaría con ella la destrucción de sus tuberías. Ese era el poder del mejillón cebra. Pero se necesitaría más tiempo que los años transcurridos. Lo que suponía que igual había luz en la ciudad. Sería una opción interesante a seguir. Pero estaría llena de gente. O en su defecto asesinos muy especializados. Yo ya prefería mi dominio de la oscuridad. Igual eso me daba ventaja en la noche allá. Pero como ir. No creo que queden autos con gasolina. Y si quedan, cuántos serán. Posiblemente acabaría desesperado en la búsqueda. Ya me conozco las calles aquí. Es mi punto fuerte. Lo único que a veces me aburre esto. Los cambios son buenos. Que opinamos. Tenemos que estar de acuerdo.

Menos mal que falló. Un instante que decidió mi destino. Incluso rozó mis cabellos. Vi la flecha, o lo más parecido a una de ellas, clavada en el árbol que estaba al lado mio. Nuestro.  Erraron o erró. No veía a nadie. Pero ya estaba corriendo. Planeaba mi estrategia. Pronto se quedaría en un punto muerto. Era mi terreno. Nuestro territorio. Tenemos que acabar pronto con la amenaza. Se ha acercado mucho. Nos ha pillado pensando. Debilidad. No podemos consentirlo. Pensar quedó atrás. Elegimos nuestro instinto. Eso nos hace invencibles. Ahora caerá otra presa. Me encanta esta cacería. Es fácil. Quiero el trofeo. Éste es especial. Se acercó mucho. Nos la comeremos entera. Si no nos da tiempo la reducimos. Eso es. Vamos a reducir su cabeza. No tenemos aún trofeos. Quiero ese componente místico. Quiero controlar su espíritu. Quiero que seamos más. Estamos ya muy solos. Me acuerdo perfectamente de como hacerlo. Recuerdas la visita a las comunidades Shuar en Ecuador. Las explicaciones de cómo realizaban sus antepasados el ritual de la tzantza. La reducción tribal de las cabezas. Necesitamos algo de espacio y algo de tiempo. No será rápido. Pero podemos escondernos y realizarlo con tranquilidad. Estoy emocionado. Quiero esa cabeza. Vamos a prestar atención.

No fue difícil. Sabíamos que no controlaba esta zona. Llevaba unos días merodeando los alrededores y no veía a nadie. Era nueva. La vi venir. Ella no. No sintió nada. La sorpresa se esfumó en los fugaces segundos. Su cuerpo ya era nuestro. Demasiado sencillo. Esperé unos minutos agazapado en la nada. Nadie la seguía. Estaba sola. Su cabeza nos pertenecía. Solté el cuchillo del palo que formaba mi lanza. El corte fue preciso. Desprendí su cabeza. Vámonos a buscar un sitio donde prepararla.

En un departamento, en una zona que sabía se había convertido en segura, procedí a elaborar la práctica. Primero separé la piel del cráneo. Luego la herví, siguiendo con el mayor cuidado todos los pasos. Esos pequeños detalles que las prisas alteran. Era paciente. Quería la perfección. La mejor cabeza reducida jamás conseguida. La pureza en sus formas. Los pasos del procedimiento se alargaron unos días. No importaba. Ya estaba casi lista.

La observé. No pude dejar de mirarla. Delante mió estaba lo más perfecto jamás visto por mis ojos. Las formas exactas. Una belleza inusual y por eso más pura. No recordaba como era la cara original. No le presté atención. Pero ésta era la belleza absoluta. El icono de la definición total de lo precioso, lo exultantemente hermoso. Sentí paralizarse mi cerebro. Los latidos de mi corazón se aceleraron impulsivamente. Los sentimientos emergieron. Amaba esa cabeza. Un amor primitivo, obsoleto. Unas sensaciones que recorrieron todos los poros de mi cuerpo. Todos los nervios. Me electrificaba. Las reacciones me hicieron acariciarla. Sujetarla apasionadamente. Protegerla. Cuidarla y defenderla.

Desde ese día, somos uno. La pareja perfecta. La unión en la adversidad. El futuro. Yo y Ella.

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