21 septiembre 2012

ANÓNIMOS (Cuento)



Cuando llegas a una ciudad nueva, todo es una aventura. No conoces a nadie y te toca empezar de cero. Si te has estado moviendo en tu inquieta vida nómada, ahora no es la primera vez, todo es rutinario. Lo primordial es encontrar un piso compartido con personas sociables. Compañeros que te abran la puerta de su casa, y un poco de sus vidas. Un enlace para empezar a conocer la ciudad. Eso si no tienes previamente un trabajo. Si ya tienes éste, desear que no sean todos unos cabrones y te amarguen la vida. Aunque esto es más secundario. De los compañeros de trabajo puedes pasar, éste es un medio, no un fin. A la salida de él, es cuando empieza tu vida. Lo otro que se quede atrás bien atadito. Sin interferencias. 

Lo mismo se podría aplicar a los romances esporádicos entre compañeros de ese forzado imperativo de existencia. Si entras no vas a salir bien. Mejor dejarlo de lado. Muchas veces la gente no tiene más vías de sociabilizar o de echar un polvo, que con la gente con la que pasa la mayor parte de su día a día. A la larga son a los que más acabas conociendo. Pero romper con esa imperante necesidad y postergarla lo más posible, te salvará de muchas frustraciones y comeduras de cabeza.

Por esto, desde mi perspectiva, me interesaba encontrar un piso dónde explayar mi independencia y organizar mi tiempo libre, tiempo de vida, o la vida en sí misma. Cuanta mayor empatía con los cohabitantes mejor. Esa idea es la que me rondaba por la cabeza. Luego ya intentaría ganar mi dinero. 

Todo el mundo hace entrevistas previas para captar al mejor candidato. Esto es una puta mierda. Muy incómodo hablar una y otra vez de tu vida con extraños. No tienes nada que ocultar, no he matado a nadie (aún), ni soy un fugitivo, ni adicto a drogas extrañas (de esas tropicales, alejadas de las de uso cotidiano), ni hablo sólo (bueno depende del día), ni me han abducido alienígenas, ni los llevo dentro, ni soy hijo de ningún predicador, ni pertenezco a secta alguna, mis pedos no huelen (alguno suena de más, pero intento estar alejado del resto), no me gusta cocinar con nitrógeno líquido, ni hacer malabares con fuego dentro del salón, limpio mis últimas gotitas tras mear, y enciendo barritas de incienso tras cagar (a veces al revés), no tengo mascotas (siempre que me acuerde de quitarme la pelusa del ombligo a tiempo), si llevo a gente a casa no es para esconderlos de la policía, no toco ningún instrumento de mayor tamaño que un compañero de piso y no tengo intención de hacerme una lobotomía y olvidarme de todo esto.

Además, aunque todo esté bien, tienes que pasar el canon estético de algunos inquilinos. Mal con los góticos, los pijos, los seguidores de Star Trek o los ayudantes de Santa Claus.

Y, claro, ver si después de todo el cuarto que te toca no es un timo. A ser posible más grande que una bañera, que me pueda poner de pie, que las tuberías del baño no pasen por el techo, que no me clave el suelo, que no esté decorado de Disney, o la cama sea un Mickey Mouse, que no haya sido asesinado ningún cantante de ópera dentro de la habitación, que no tenga la salida del metro de la ciudad de las cucarachas.

Desespera. Realmente desespera. Hay días, que la frustración de la entrevista te obliga a encontrar un bar donde apaciguar tus penas. Unas penas que odias al extremo, por la incompetencia de algunas jodidas personas. No saber encontrar en ti la perfección de la que tú eres consciente. No ven la increíble variedad de posibilidades que habrá con tu compañía. Son unos ignorantes. Acabarías prendiendo fuego a alguna que otra casa de prepotentes prejuiciosos. Pero una buena cerveza te relaja. Otro día irá mejor. 

Cada entrevista vas depurando más tus respuestas y te crees el rol en el que te estás metamorfoseando. Un rol tirando a neutro. Evitando las respuestas extremas que puedan llegar a una confrontación dialéctica, o en su defecto, esa pasividad ingenua, que brotará en cólera hacia tus espaldas, cuando ya no estés en su cobarde presencia.

Que importancia encuentran algunos en compartir un piso de mierda. Ni es vuestro, ni vais a ganar nada con esto. Es la jodida sensación de poder, de tomar el control de tu espacio y dominar al nuevo, al débil, al inferior, en circunstancias en las que tus inseguridades se convierten en el epicentro de tu renacido ego.

Tras varias entrevistas ya sabes la duración de éstas, al ver la casa, la habitación y la cara del que se sienta a hacer preguntas frente a ti. No pierdes tiempo. Predices las infinitas posibilidades y te ahorras la pérdida de aquel. No me interesa, muy pequeña, poca luz, no me convence la orientación de la habitación respecto a mis estudios de feng shui, está muy lejos el cuarto de baño y tengo incontinencia nocturna urinaria, el pasillo es demasiado corto para andar por él con mi skateboard, la cocina no es de vitrocerámica, o de gas o eléctrica, no tenéis bombillas de bajo consumo. Todo vale. Es mejor que aprendas a divertirte en la absurdez de estas situaciones.

Más tarde, te reirás de ellos. Hablarás sólo en la entrevista presentándoles tus amigos imaginarios, amagarás con inyectarte heroína, te empezarás a masturbar delante de ellos mientras les pides que te hablen de sus madres, practicarás ese nuevo método de echar espuma por la boca, o unas cápsulas de sangre artificial, gritarás emocionado cada respuesta a sus preguntas, llevarás una petaca de alcohol puro sólo para que huelan lo que bebes. Si sabes que no te van a elegir, mejor anticiparte y hacer memorable tu actuación, que tengan luego tema para hablar.

Me creía tanto mi papel, que ya ni me interesaba buscar el piso. Sólo quería ir a las entrevistas para liberar mi imaginación. A su vez me sirvió de terapia. Unas clases de auto conocimiento de mis capacidades interpretativas. Y era bueno. A mí me encantaba.

Lo mejor llegó un día, en que había preparado mi mejor repertorio. Ni vi la habitación, ni la cara de mi huésped. Directamente me senté arrascándome los huevos, eructando y sacándome mocos por la nariz, mientras hacía gestos de lo más grotesco imaginado. Luego me reí sarcásticamente, como si mi cerebro se hubiera detenido en los seis años. De las mejores. No presté atención a la reacción de mi interlocutor. Me disponía a irme.

-¿Ya te vas? Si aún no hemos hablado de nada serio.

- Bueno tengo algo de prisa, y no me acabó de gustar el piso- respondí automatizado. 

- Ni lo has visto. Has entrado a hacer tu numerito y nada más. Tú y yo sabemos por qué.

- ¿De qué me estás hablando?- ahora sí que había reclamado mi atención.

- Yo pasé por tu misma situación hará un año. Me cansé de aguantar las ridículas especulaciones sobre mi personalidad de gente que no valía para nada. Auténtica basura de personas. No sé tú, pero a mí me encanta el teatro y empecé a divertirme a su costa. No encontré en meses nada. Hasta que entré en este pisito. No había nadie. Lo alquilaba yo sólo. Bueno, es para dos personas. Pero me prometí no hacer las mismas entrevistas que me habían hecho a mí. Al primero que le gustara, para él. Pero es demasiado pequeño. Nadie se ha interesado por sus encantos. Hasta que tu has llegado y me he visto reflejado en tu actuación. Es buena, si lo que quieres es causar repulsión. Por cierto, me llamo Raúl.

Me había impresionado. No esperaba que pasara esto. La cara de Raúl me seguía mirando con la naturalidad de quién se sabe con la verdad. De quién ha ganado su partida. Sus pequeños ojos achinados, balanceándose en unas visibles ojeras, hacían juego con el dinamismo de los hoyuelos que se formaban en su cara al hablar y sonreír. Era el rostro de la bondad. Sentí cierta empatía con aquél individuo. No veía malicia en sus palabras, ni en su mensaje extra corporal, algo que me acostumbré a analizar, perfeccionándome en ello. Además, su estética era de lo más común, no resaltaba en nada, igual un pequeño toque de alternativismo, pero suave, sin llamar la atención. Sencillo sería la palabra. Me interesé por seguir conversando con él.

-Me pillaste. Yo soy Edu. Creo que ahora si que podemos ver el piso. Pregúntame lo que te apetezca- hace días que no volvía a ser yo mismo.

- Si te gusta para ti. Ya nos iremos conociendo de a poco.

Tenía razón. No era muy grande. Tras pasar el pequeño salón con un sofá deshilachado en partes, y una mesita de madera añeja con una extraña fusión de atípicos colores; para apoyar todas esas cosas que siempre deseas dejar tiradas, pero sin querer esparcirlas por el suelo, engañándote en tu desorden organizado; aparecía un pequeño pasillo de no más de tres metros, diferenciando las cuatro puertas que le seguían a los lados. La primera a la derecha escondía la cocina. Humilde. Sin lujos. La mantenía limpia eso sí. O no cocinaba mucho, o era obsesivo de la limpieza, o buscaba el punto neutro. A mí que me encantaba cocinar. Me parecía del tamaño preciso para mis menesteres. Enfrente se encontraba su habitación. Más sencillez. Una cama de matrimonio, una mesita de aires vintage con un portátil, y un armario de dos puertas, de esos que te montas tú mismo, no ya tan ordenados, pareciera que alguien buscaba desesperadamente algo. De un color apaciblemente amarillo, y con una ventana que daba al exterior, su habitación estaba bien iluminada. Y alta, no me acordaba cuando subí en el ascensor, pero me encontraba en un piso doce. Bastante alejado del suelo y con unas vistas de la ciudad envidiables, si te gustaban esas alturas. Los hay que prefieren sótanos. Luego estaba el cuarto de baño. Con un novedoso color verde oliva, contaba con lo básico. Una ducha con signos de haber eliminado a sus inquilinos mohosos, el retrete y el lavabo con un pequeño espejo armario encima de él. Aquí también comprobé que mantenía la limpieza justa, aunque algo se esmeró antes de mi visita. No había pelos en la ducha, ni pasta de dientes chorreando, ni ropa interior tirada por el suelo. Si vi alguna revista para leer en esos momentos de desestresamiento del intelecto. La liberalización del amiguito que se va de vacaciones. El paso de lo abstracto a lo concreto. La sencillez de cagar y leer. La temática era científica. Eso me entusiasmaba. Y para acabar aparecía lo que sería mi habitación. Un poco más pequeña que la de él, sin cama de matrimonio, sólo una simple que me bastaba en mi actual situación de soltería, con la misma mesita y armario. El color era un poco más azulado, pero a mí, eso me daba igual. Lo importante era la cantidad de iluminación natural de que poseía.  Eso marcó la definitiva diferencia para encontrar acogedor el piso. Me lo quería quedar. No reflexioné mucho.

-¡Está de puta madre, Raúl! Si es por mí, no se hable más. Me lo quedo. Es perfecto para mis necesidades.

-Intuía que iba a ser así. Iba añadido a tu personalidad al verte actuar-me abrumaba su parsimonia- Pues cuando quieras te vienes. Y si necesitas ayuda con la mudanza me dices.

No hablamos del precio. No parecía caro. Y, además, quería comprobar como resultaría la convivencia con Raúl. Había algo que me daba buena espina. Ni me había fijado lo bien comunicado que estaba. Muy cerca de las paradas de autobuses y del metro. Y no a más de 30 minutos andando del centro de la ciudad. Parecía que tuve buena suerte, al fin y al cabo.

La mudanza fue rápida. No tenía muchas cosas y me fue fácil transportar lo poco que poseía. Mi habitación estaba acondicionada en la primera tarde. Sentía las palpitaciones de la nueva estancia. Lo que necesitaba. Una excitación de tranquilidad. Primer salto sobre la cama. No muy espaciosa pero confortable.

Una vez acomodado, lo primero que hay que hacer es suministrarte sustento alimentario. Bueno y si te gusta la cerveza, también hídrico. Y tenía los supermercados muy cerca. Ese ahorro de tiempo, energía y contaminación, que es ir a los sitios a pie. Todo un lujo.

La primera tarde fue ociosa. En demasía. Raúl no había vuelto a casa del trabajo, y yo no tenía ganas de empezar a buscar uno el primer día, recién instalado. Me recosté sobre el sofá, curtido en sostener e intentar acomodar a anteriores inquilinos, con una cerveza bien fría. Y que mejor para acompañarla que un buen porro. Eso que nunca falte. Un pequeño vicio que me ayudaba a ir tirando de aquí para allá. Un amigo inseparable, que me abría mis nuevos caminos, en su eterna sabiduría, en su inabarcable paciencia. Pronto me mostraría nuevas puertas. Una exultante relajación recorrió los poros satisfechos de mi piel. Mis neuronas se tranquilizaban tras encontrar al fin un piso dónde vivir. Lo siguiente sería encontrar ese trabajo, que te resguarde de las necesidades básicas. Ya nadie busca la perfección. Tampoco se me caen los anillos. Lo que sea que encuentre será bienvenido. No es plan de nada más llegar empezar a sindicalizarme. Algo que sería necesario, tal como van las cosas con las reformas laborales de mierda. Nada es seguro. Sólo el sobrevivir. Lo más personal e intransferible que se pueda imaginar. Y como tenía experiencia en varios sectores, podía ampliar la búsqueda a dónde quisiera. Las ventajas que tiene el autodidactismo, la lucha por el conocimiento como autosuficiencia. Siempre llega el momento de la recompensa. También tiene lo suyo aprender a falsear el currículum. Yo creo que todo el mundo lo hace, pero los hay que tienen más clase.

La relajación que me provocó la fumada, me dejó dormido en el sofá. No mucho rato, al final me desperté a medianoche. Y no por mí sólo. Un ruido seco retumbó en mi cabeza. Cómo si una víbora me hubiera mordido en el culo, me levanté inquieto. Todas las luces estaban apagadas y no se veía movimiento alguno. Raúl no había llegado aun. Mire la hora, intentando enfocar con mis somnolientas pupilas los números extremadamente brillantes de mi reloj, sorprendiéndome de la velocidad del paso del tiempo en los periodos más calmados de vida. Bueno me voy a estrenar la cama, que me levantaré sin sentir el cuello roto. No era tan confortable como pensé ese sofá. Un efecto que siempre tienen éstos, te engañan, te traicionan. Luego te dejan machacado.

Oí unos pasos. Quizás los sentí más que oírlos. Entre las penumbras del pequeño piso se deslizaba Raúl. No me vio, y yo a él menos, ¿qué hacía a oscuras? Pensaba que estaba aún trabajando. Se cruzó delante de mí y ni me miró. Se dirigió al sofá y sentándose en él, observó atentamente la televisión, pero estaba apagada. Sus ojos abiertos al máximo, no pestañeaban. Seguían mirando hacia el frente, hacia la nada. Mantenía sus manos apoyadas en las rodillas, con la espalda recta, como si esperara a alguien. 

-Eh, Raúl, ¿cómo va eso?- le pregunté, intentando provocar una reacción a mis palabras.

No hubo respuesta. Seguía inmóvil mirando al mismo punto. Le volví a preguntar con el mismo resultado. No se movía. Pareciera que me evitaba o que estaba bromeando. Por lo poco que pude hablar con él al principio, se le veía un tipo inteligente y con sentido del humor. No sabía que le ocurría ahora. Estaba ido.

                                                                                         

Justo cuando decidí ir a hablar con él más de cerca, miró su reloj y se levantó como un resorte. Sin dudarlo y atrapado en el mayor automatismo, abrió la puerta y salió del piso. Cerró de un fuerte portazo. Volvió a quedarse todo en penumbras. Yo permanecí de pie, mirando a la puerta sin entender lo sucedido. Me iría a dormir, mañana le preguntaría si estaba bien, tenía algún problema conmigo o que coño le sucedía.

Creo que es uno de esos colchones que no recomendaría ningún ergonomista o fisioterapeuta, pero que a su vez te hace dormir más placenteramente, que te acoge y se fusiona contigo en el mismo ser. Dormí como un bebé.

Tras la primera meada del día, la cara bien lavadita, y los mocos expulsados de mi organismo, me fui a hacer un café. Allí me encontré a Raúl sentado en una de las dos sillas de la pequeña cocina. Sillas sacadas de algún basurero por su estado deplorable de conservación. En una de ellas se hallaba mi compañero de piso mirando a los fogones. Había una pequeña cafetera de negro aluminio, manifiesta de su uso continuo, comenzando a echar humo seguido de un silbido chirriante. El olor a café recién hecho es inconfundible. Raúl se levantó a servirse.

-¡Buenos días Raúl! ¿Cómo has dormido?- dándole una palmada en el hombro, buscando quizás su atención.

Siguió sirviéndose el café en la taza más horrorosa que he visto jamás. No se digno a mirarme. Le veía dar pequeños sorbos al líquido evitando abrasarse con él. Sus ojos intentaban desentrañar los misterios del fondo de la taza, o meditar sobre ellos. Luego se sentó de nuevo. Yo también. Si tenía algún problema conmigo esperaría a que se decidiera a comentármelo. No fue así. Bebía sus estúpidos sorbitos de café. Me desesperaba con la situación. 

-Oye tío ¿te pasa algo conmigo?- decidí ceder a la inquietud.

Silencio. Una cosa que de normal odiaba, más me estresaba en estos momentos. Maldito cabrón háblame o te reviento la cabeza en los fogones. No me quería irritar. Esperé a una tardía respuesta que no llegó. Cuando acabó su café depositó la taza en el fregadero, que estaba lleno de otras tazas.
Al verlo salir de la cocina, en un salto me posicioné delante de él, impidiéndole el paso. Ahora me ibas a ver. No cambies la dirección de tus jodidos ojos ¡Háblame!

El cabrón se quedó mirándome directamente a la cara. Sin pestañear. Adueñado del vacío. De la nada. Su mirada estaba hueca. Sin brillo. Apagada. No sentía. Agité mis manos delante de su rostro, sin reacción alguna. La situación era estúpida. No había visto nunca nada igual. Tras unos segundos interminables, me aparté de él. Se fue al salón y se sentó en la misma posición que la noche anterior. Me senté a su lado. Como si nada, pasó sus brazos por delante mio y cogió un libro que estaba cerca. De aspecto antiguo, con el lomo rasgado por el uso, y rescatado de algún anticuario, lo abrió con suma delicadeza. Pude leer en su lomo: “Manual de Psicología del Comportamiento”. Estaba leyendo. Me ignoraba, pasaba de mi puta existencia para mirar ese puto libro. Sentía odio. Algo visceral que se salía de la normalidad. Producto de la impotencia, tal vez, intenté echar un vistazo a lo que se priorizaba contra mí. No me lo permitió. Inclinó el libro hacia sí, lo justo para que no llegara a ojearlo. Él continuó.

-¡Vete a la puta mierda!- hablando a la pared.

Me estaba jodiendo, no lo aguantaba más. Me puse de pie y me fui hacia mi habitación. ¡Joder que compañero de piso!

-Edu, ¿Buenos Días? ¿Cuando llegaste?- el sonido rompió el silencio como una cuchilla rasga la fina superficie de una hoja de papel.

-Ahora te dignas a hablarme- le esputé, encarando con mi mirada, en busca de una explicación.

- No se a qué te refieres. No te había visto hasta ahora- su cara de asombro era de una realeza deslumbrante. Parecía creerse lo que decía.

- Si estaba sentado al lado tuyo hace unos segundos - tranquilizando mis pulsaciones.

-Yo no te he visto hasta ahora, ¿de qué me estás hablando?

- Te estás quedando conmigo. Estaba en la cocina mientras te bebías el café. Luego me he sentado a tu lado cuando leías el libro- no entendía lo que pasaba.

- ¡Qué cosa más rara! A veces estoy tan absorto en mis pensamientos que no me doy cuenta de las cosas que pasan. Perdona por mi descuido. Espero que no estés enfadado- tan melodiosa su voz que me encandilaba. Tendría razón y no se enteró. No parecía mentir. Y daba muy buena onda.

- No te preocupes. Igual eran imaginaciones mías- intentando olvidar la situación y empezar de nuevo.

- Entonces ya estás instalado. ¡Genial!

Daba gusto hablar con él. Todo oído. La escucha pasiva. Una tranquilidad y armonía que parece te psicoanalizaba. En un momento nos pusimos al día de nuestras vidas, estudios y pasiones. Gustos e inquietudes en la sociedad actual. Nuestro pensamiento se acercaba en similitudes prometedoras. Mismo pensamiento político. Bien a la izquierda. El orgullo de querer otro sistema más justo. Misma música. Que no falte el rock, por llamarlo genéricamente. La perfecta conversación.

Su trabajo no era complicado. Trabajaba de camarero en una cafetería de abuelos. Una de esas tascas que aún aguantan las embestidas de los locales de moda más absurdos y modernitos. Un sitio donde poder oír historias de antaño, algo que se echa en falta al hablar con las mentes deshumanizadas de cualquier otro bar. Auténticas situaciones de supervivencia que hemos olvidado. Bares de los que se aprende. La escucha del infinito de la memoria. La puerta a nuestro entendimiento. A veces descolocado en ideas más conservadoras, la sorpresa de la evolución vertiginosa de la sociedad. Otro punto de vista para comprenderla. Clientes fieles en busca del espacio de seguridad. Un último intento de romper la monotonía de la rutinaria vida de jubilado. El escape.

Entre una cosa y otra, se nos pasó el tiempo sin enterarnos. Además nos habíamos quedado sin cervezas. Igual era la primera vez que coincidía tanto en puntos de vista con un nuevo compañero de piso. Prometía.

-Edu, me tengo que ir al bar. Luego nos vemos.

La tarde la dediqué a mirar por internet páginas de ofertas de trabajo. Fui anotando las que a priori me apetecían más. Nada complicado. Quería controlar bien la ciudad y cuando me manejara en ella, buscar un empleo más estimulante.

Se apareció la noche. Ya tenía una extensa lista de por dónde empezar. Por la mañana iría a dejar en persona los currículums. Para mí era la mejor opción. Si tienes tiempo, que te vean la cara es más cercano y puede ayudar. Aunque muchas veces no llegas más allá de la mesa de la secretaría.
Otro golpe seco. Raúl entró. Pasó por el salón sin mirarme. Las luces estaban encendidas, no podía darse cuenta de que no estaba.

-¡Eh, tío!- tan fuerte como pude.

La misma mierda. Pasaba de mí culo. Le seguí a la cocina para hablar con él, pero salió de esta para entrar al baño. No cerró la puerta mientras meaba. 

-¿Qué tal en el bar?- aunque a sus espaldas, necesitaba una respuesta.

¡Esto era de locos! Habíamos estado toda la tarde hablando de como resolver los problemas del mundo. Y ni me miraba. Joder, me sentía como una novia a la que dejan plantada en el altar. No es bueno abrir el corazón tan rápido ¡Pero que coño le pasaba! ¿Acaso tenía doble personalidad? ¿Maniaco-depresivo?

-Espero que se te caiga la polla, cabronazo ¿Me oyes? 

Nada. Se lavó las manos y salió sin rozarme ni inmutarse. No iba a quedar esto así. Le seguí para intentar buscar una explicación. Se sentó a leer de nuevo ese envejecido libro medio carcomido. Me coloqué delante suyo para que me viera. Incluso hice todo tipo de muecas y algún baile estúpido. Por mis cojones que me iba a ver. No era así, tras minutos leyendo, cerró el libro y se marchó de casa. Cero palabras. Vuelta a lo mismo. Intrigado, abrí el libro por la página que tenía separada ¿Por qué era tan importante? Leí una frase que me paralizó. El título del capítulo que andaba estudiando: “Cómo convivir con conscientes”. Joder, que coño era eso. No seguí leyendo. Salí de casa para buscarle ¿Que le pasaba? Le seguiría. De alguna manera, esta era una de esas historias que te suceden una vez en la vida. Contarlo después es lo mejor. Y me apetecía tener una excusa para seguir a alguien. Despertar el detective que todos llevamos dentro. Sin complicaciones. No creo que las hubiera.

No andaba lejos. Lo detecté cruzando una calle más allá. Muy fácil. Con la distancia prudencial, observé su paso firme unos largos minutos. Su espalda sorteando gente que venía en dirección contraria ¿Media hora? Cuando la adrenalina es alta, el tiempo pasa volando. Llegó a un portal. Comprobé el óxido que corroía sus rejas. Se paró a esperar que le abrieran la puerta tras llamar al telefonillo. Me acerqué rápidamente para que no se cerrara. Le di unos pasos de distancia. Ahora estaba mucho más cerca, si no le perdería. Subió por las escaleras con el paso muy firme, estructurado en similitud de las comparsas militares. Unas escaleras de madera de un edificio antiguo. Amplias y con unos escalones de lo más lisos posible. Resbalaban. Solo faltaba que me cayera ahora. Subí con mucho más cuidado. Fueron dos pisos. Menos mal. Veía un ascensor en el hueco de en medio. Entro en una casa. La puerta estaba abierta. No la cerró. Bien por mí. Entre con cautela tras él. La adrenalina alcanzaba su máximo histórico ¿Dónde me encontraba?

Ante mí apareció una sala enorme. Bastantes personas ocupaban las sillas plegables negras que se disponían mirando hacía un púlpito en frente de ellas. El silencio reinaba. Esperaban el comienzo de algo. La austeridad de la decoración de la sala encajaba con las sillas. El suelo era de madera, con unas baldas antiguas que dejaban espacios vacíos entre ellas. Crujían. Mejor pisar con calma. No quería llamar la atención. Me senté en las últimas filas, pero no sólo. Para pasar desapercibido me acerqué a una señora de unos cuarenta años. Ni se inmutó. Miraba fijamente al púlpito. Dejé una silla de separación. No sabía de qué iba la historia. Prefería evitar hablar con nadie.

No veía diferencia alguna en los allá reunidos. Gente de lo más normal. Se movían entre los veintitantos y los cincuenta. Estáticos. Todos esperando. Yo también.

Ante mi asombro, vi andar a Raúl hacia el púlpito. Con la calma y tranquilidad que le caracterizaba, subió unos pequeños escalones y se ajustó el micrófono a la altura de la boca.

-¡Bienvenidos a la Asamblea por la Autodeterminación de la Sociedad Sonámbula!



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