Nadie escuchó los golpes esta vez. Estaba segura que los oían, pero de aquí
a querer escuchar va un abismo. La cobardía se hizo dueña de la rutina de sus
días. Sabían que pasaba algo en el departamento de su vecina, y sabían qué. No
actuar. Mantener su status quo. Para qué vamos a complicarnos la vida. No va
con nosotros. Además le conocemos de años. No puede ser un maltratador. Seguro
que ella tiene la culpa. Es una histérica. Y tenían razón. Me había anulado
completamente. Ahora lo entendía. Supe al fin como funciona su mente. Los
complejos mecanismos de la agresión. La tranquilidad consciente de su acción.
Falsas disculpas, estúpidos remordimientos. Sólo se lo creía él. Yo sabía que
no iba a cambiar. Menos aun cuando tenía controlada la situación, mi voluntad y
mis movimientos. Había leído, oído y visto otros casos. Podía salir. Tenía la
fortaleza necesaria. Pero él se aseguró que no fuera a buscar ayuda. Su trabajo
le daba esa seguridad. Los policías se cubren entre ellos. Corporativismo de
criminales. Me aisló. Redujo mis días a la espera del siguiente golpe. A
reconocer mi culpa. A aguantar la caída de mis solitarias lágrimas. No oía los
puñetazos y las patadas. Literalmente, me reventó los tímpanos con
anterioridad. Se cuidaba de no pasarse. Conocía las preguntas que me harían en
Urgencias si fuera. Me machacaba con premeditación. Un estudio detallado de
consecuencias que mantenían mi dolor encerrado en esas paredes. Si su exteriorización
era de más de evidente, me ¨aconsejaba¨ que no saliera de la casa. No
trabajaba. Con su salario nos daba para vivir los dos. Y no podía buscar nada
para romper con esa situación. Mi equilibrio psicológico estaba quebrado. Perdía
la atención y el ritmo de mi consciencia. Mis fuerzas me abandonaron a mi
oscuro destino. Sólo me quedaba el refugio protector de mis sueños. El único
resguardo que me daba la libertad de sentirme viva. De sentirme un ser humano.
Dentro de ellos comencé a comprender. A crecer. Recuperé mi realidad
luchadora. Era el momento más deseado en mis días. Dormir como liberación, como
escape de él. Aquí no entrarás.
Y los recordaba. No entendía cómo, pero despertaba aferrada a lo aprendido.
Eran esos recuerdos mis pensamientos más constantes. Reflexiones y dudas. Incipientes
soluciones. Una iluminada salida.
Conocí a Hipatia. Hablé con ella en Alejandría. La vi luchar contra el
dominio de la ciencia de los hombres, el control de la filosofía de antaño. La
hegemonía del patriarcado. Por la humillación de la mujer. La constancia de esas
prácticas desde Aristóteles, a la expansión de las doctrinas cristianas en
Europa y la llegada de la Edad Media. El inicio de la desigualdad. Relevarnos a
un segundo plano. Hundirnos en el olvido. Ver como la asesinaban.
Volé por la Europa medieval. Grandes señores feudales en sus grandes
castillos. El ego en su máxima expresión. Revueltas populares silenciadas por
brujería. Nos quemaban a nosotras.
Me vi posando para Leonardo Da Vinci. Me alegró verme sonreír. Una sonrisa
forzada. Hacía tiempo que no me veía así.
Observé todas las guerras de ellos. La violencia inherente al ser humano.
La hipertrofia de nuestra cultura. Orígenes del hoy.
Y eché un vistazo a los nacimientos que se repartían por todo el planeta.
En cada pequeño rincón. Mujeres resignadas a un continuo dar a luz. La
evolución de la sobrepoblación.
Abusos y maltratos en todos los continentes. En todas las religiones
gobernadas por ellos. En cada era y cada instante. Violaciones y ablaciones del
clítoris en África central y oriental. Lapidaciones por adulterio normalizadas
por el radicalismo islámico. Estigmatización de la mujer como objeto en los
matrimonios de la India. Infanticidios femeninos selectivos. O directamente
feminicidios. Tráfico de mujeres para prostitución forzada. Discriminación y
explotación laboral. Eliminación de derechos. Privación de acceso a la
educación y a la sanidad. Alienación como persona. Y la violencia física y
psicológica en cada hogar, en cada ciudad, en cada país.
Sentí la rabia de la justicia, del cambio, la ruptura. De la concienciación
de la sociedad, del estudio de sus causas y la educación para prevenirlas,
corregirlas, terminar con ellas. Abrir nuevos horizontes.
Ansiaba volver a mis sueños. Mi evasión del dolor. Inhumano y continuo.
Amenazantemente perpetuo. Los días se repetían. Daba igual que estuviera
borracho o sobrio. No había excusas. Los lamentos y disculpas no curaban mis
heridas. En el fondo creía que era suya.
Visité a Olympe de Gouges, a Mary Wollstonecraft, a Simone de Beauvoir. Un
movimiento creciente en nuestros derechos, en nuestra igualdad. Caminé con las
primeras sufragistas, grité con ellas. Me emocioné con sus logros. Seguí la
evolución de las olas feministas, de la primera a la tercera. Del ayer al hoy.
De las primeras ideas, a las teorías más actuales. De las primeras protestas a la
lucha de las mujeres Igbo, los movimientos de lucha de Vandana Shiva en la India
o de Wangari Maathai en Kenia. Leí en mis sueños desde Emma Goldman, Betty
Friedan, Petrona Eyle, Dolores Ibárruri, Federica Montseny, María Luisa
Bemberg, Virginia Bolten, Judith Butler a Virgine Despentes. Sabía que el número de ellas era
interminable, que su importancia en la historia se empezaba a conocer y
respetar. Que no estaba sola.
Tuve las estadísticas de violencia de género en mis manos. De todos los
tipos. En el mundo, una de cada cuatro
mujeres ha sido violada en algún momento de su vida. Cada dieciocho segundos una mujer es maltratada en algún lugar del
planeta. También la doméstica, en la que me encontraba yo inmersa. Los
datos me impresionaban y me enfurecieron más. Me sentía con una determinación
regenerada. Saldría de allí. Si las instituciones no me ayudaban, confiaría en
mí. Si el sistema capitalista forzaba nuestra condición de sumisas, manteniendo
un sistema patriarcal que nos negaba el acceso, lo combatiría también. Con esa
seguridad, rompería con mi opresor. Había perdido todo, iba a ser difícil. Pero
una chispa ardía en mi interior. Despejó mi mente, ordené mis prioridades.
Elegí vivir.
Desperté como nunca antes lo había hecho. Conocía mi cuerpo. Lo amaba. Me
amaba. Me di cuenta del día que era. Veinticinco de Noviembre. Día
Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Día elegido en
memoria del asesinato de las hermanas Mirabal, activistas dominicanas contra la
dictadura. Mi día. Mi nuevo amanecer.
Preparé una maleta con unas pocas cosas. Me iría de allí. Le observé dormir
por última vez. Era libre.
Se despertó con una extraña sensación. Ese sueño le había marcado. Esa
noche algo especial pasó. Se vio en ella. Soñó en ella. Dentro de ella. Sintió
las palizas que recibía. Notó su dolor. Extenuante dolor. Agudas punzadas que
estremecían todo su ser. Día tras día. Se secaba las lágrimas mientras se
sumergía en la desesperación. Sus gritos se ahogaban en el silencio. Estaba
atrapado, anulado. Comprendió la crueldad. Absoluta. El desprecio y la
cobardía. La insignificancia. Renunció a cualquier pequeña esperanza. Se asqueó
de su cuerpo, de su cara, de su vida. Aprendió de la historia. Del hombre. De
la lucha femenina. Entendió la injusticia, la verdad.
Se levantó absorto de la cama y se miró en el espejo. Le devolvió el
reflejo de su rostro contraído. Su barba creciente. Sus sombreadas ojeras. Le
dio asco. Despreciaba ese ser humano. Lloró. Era una sensación auténtica. Le
debía todo y quería demostrárselo. No le creería. Y estaba en lo cierto ¿Cómo
explicarle que ahora era distinto? ¿Cómo hacerle ver su horror por lo ocurrido? Respetaría su decisión. Sólo
deseaba su felicidad, su libertad.
La vio con la maleta. Había decidido irse. Se alegró por ella.
Por cada vez que leo las noticias, en especial, en este momento, por todos los asesinados en Gaza.
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