Las relaciones no duran para siempre, o por lo menos no son lo mismo que
cuando empezaron. Siempre aparece el factor más inesperado, ese que nunca crees
que aparecerá, que conoces que existe, y sabes que está aguardando escondido en
algún lugar, pero confías que no surgirá.
Se le puede llamar de cualquier manera. Impulso sexual con la secretaría,
novedoso impulso sexual con el secretario (quizás el jefe o jefa); amanecer un
día con la conciencia espiritual cambiada y hacerte Hare Krishna; darte cuenta
de la rutina de tu vida y tu relación, observando cómo se te cae una tostada de
mermelada al suelo, a primera hora de la mañana, antes de ir al trabajo, a
cámara muy lenta, y sabiendo que tienes que limpiarlo después; ver que te queda
cada vez menos pelo, y aún no has salido de tu ciudad; sentir una extraña
admiración por la micología y sentirte incomprendido; darte un fuerte golpe con
la televisión, intentando entrar en ella mientras ves Poltergeist, y en el aturdimiento pensar que tu compañera es una
alienígena; comprender cada vez más las señas secretas que tienes con tu perro;
dislocarte la muñeca mientras juegas al ajedrez con la Wii; obsesionarte con
comprobar que en el hemisferio sur el agua gira al revés cuando tiras de la
cadena del baño; descubrir que a la hermana gemela de tu mujer, le ha tocado el
mayor premio otorgado nunca en la lotería nacional; pisar una mierda de perro
en la calle, mientras te caga una paloma en el hombro, y darte cuenta que tiene
la misma forma que los nuevos azulejos de la cocina. O simplemente rutina.
Yo viví todos ellos en un período muy corto de tiempo. Suficiente para
descubrir que tenía que cambiar de aires. Buscar un nuevo rumbo en mi vida.
Evadir el estancamiento neuronal asfixiado en mi automatismo diario. Fue un
despertar. El descubrimiento de las maravillosas posibilidades que me podía
otorgar mi nueva libertad.
La dinámica en la que había entrado no la podía detener ninguna
conversación entre amigos, haciéndote recapacitar de lo que ibas a hacer, que
sabrán ellos. Ya os tocará tarde o temprano. Ni tu lado reflexivo que te lanza
desesperado a consultar a tu psicoanalista, mujer, cuarentona, insinuante voz.
No ayuda. A hablar con tus padres, no le sacas ninguna lógica. Hace tiempo que
te dieron por perdido. Cualquier otra opción te lleva al mismo sitio. La
decisión está tomada. No hay dudas. Tienes que hablar con ella. Explicarle
todo.
Sólo hay que mantener una idea firme. Sin pasos atrás. Sin remordimientos.
La conciencia clara y focalizando las ideas que has repasado una y otra vez. Tu
discurso es mecánico. No vas a improvisar. Tampoco buscas el diálogo. La
decisión es unilateral y está fijada. Lo único, que el camino es mejor
suavizarlo lo mayor posible. Una amistad comprendida es mejor que una ruptura
drástica. Son muchas cosas vividas juntos. No es necesario que se pierdan.
Aunque sabes que la postura es egoísta. Lo más egoísta que se pueda nadie
imaginar. E incomprensible dentro de los parámetros de la razón en cualquier
pareja. Pero en tu mente está bien despejado. Has llegado al proceso de
justificación moral y ético. De ahí ya no se vuelve.
Para no forzar la situación decidí irme a casa de mis padres. La mochila
estaba preparada. No tenía muchas más cosas que cerrar antes de mi partida. Iba
a ser rápido. Ni mudanzas ni ostias. Que se quedara con todo. Mis pocas cosas.
Intentaba empezar de nuevo, romper con cada pequeño recuerdo y seguir un nuevo
destino.
Esperé a la llegada del trabajo para darle la noticia. Pensé en preparar
algo de cenar. Tomarlo con relax. Luego me vinieron las prisas. Era mejor
acabarlo rápido. Mi alegato estaba ensayado. De más de ensayado.
Me paralicé al ver las lágrimas. Estos instantes eran el peor trago. Sabía
que llegarían, pero nunca te preparas del todo. No cedí. Me mantuve tan
impasible como el mayor de los cabrones de la humanidad. La tensión no fue a
más. Admitió mi decisión. Un último abrazo me partió el alma. Mi cerebro se
desató. No pensé en los recuerdos que venían a mi mente. Quería marcharme ya.
No miré para atrás. Salí por última vez de esa casa.
Ha pasado casi un año desde entonces. Sigo reviviendo el momento. Pero sin
dolor. Como una cortina de humo que quiere formar algún sentimiento y se
desvanece en el intento. Yo he organizado mi vida. Con trabajos de mierda he
conseguido ahorrar algo de dinero. Tengo intención de viajar de nuevo. Seguir
hacia donde sea. Volviendo a abrazar la improvisación, la ilusión y el ardiente
deseo a lo desconocido. Nuevos aires asiáticos me irán de maravilla. Ya tenía
el billete de avión. En un mes partía hacia Tailandia. El imaginármelo
angustiaba mi espera. Unos pequeños preparativos y listo.
Una mañana llegó un pequeño paquete por correos. El hombre que me lo traía
no me hizo firmar nada. Tampoco contestó a mi pregunta del remitente. Parecía
que tenía prisa en entregármelo.
Lo agité con ganas de ver si podía adivinar su contenido. No sonó a nada.
No pesaba. Algo muy extraño. Al abrirlo, observé una pequeña nota trazada en un
amarillento y rugoso papel reciclado. Las letras estaban escritas con lo que
parecía una pluma a la vieja usanza. Los caracteres eran cursivos y le daban un
misterio intrínseco a la misiva. Su brillante negrura cegó mis pupilas. ¡Que
era ese mensaje!
´´Tú me robaste el corazón,
ahora yo te robaré el tuyo´´
Dudé unos segundos. No entendía su significado. Lo releí unas cuantas veces
más. Analicé la hojita. No ponía nada más. Ni firmas, ni remitentes, ni ostias.
¿Qué coño era ese mensaje? Daba por hecho que era para mí, ¿pero de quién?
Imaginé que fuera de ella. No podía ser de nadie más. En estos meses no
había tenido ninguna relación más. Me mantenía trabajando e idealizando mi
futura vida, mis nuevos destinos. Y si era de ella, ¿por qué ahora? Ya me había
olvidado de todo. Pensé que ella habría reconstruido su vida. Era mucho tiempo.
Abrí la cajita. Era de un color rojo oscuro, matizada con líneas amarillas.
Muy básica, sin ningún motivo decorativo más. Oí un pequeño susurro al abrir su
tapita. Pero no vi nada dentro. Estaba vacía. El fondo era de un negro abismal.
Sólo fondo.
Todo esto era muy extraño. No podía darle más vueltas a la cabeza. Cerré la
caja y la dejé sobre una mesa. ¿Tanto odio le había creado que después de este
tiempo se quería vengar de mí? Y que venganza, no la entendía, algo siniestro
se movía tras ella.
Absorto en mis pensamientos me fui a tomar una cerveza. Con eso
reflexionaría a gusto. ¿Maldita sea donde está el abridor? Quiero quitar esta
puta tapa.
Un silbido punzante penetró en mis oídos. Me dolía, más aún la presión que
le acompañó. Notaba como una extraña fuerza comprimía todo a mí alrededor.
Fueron unos segundos inquietantes. Luego me di cuenta que la cajita estaba a mi
lado. Abierta. Daba una sensación de vida que no podría explicar. Todo el
espacio que me rodeaba le pertenecía. Desprendía un poder místico, una fuerza
que controlaba la estancia. Me atrajo a mirar dentro de ella. Mi sorpresa se
magnificó cuando vi que la tapa de la cerveza se encontraba en su interior. No
me había percatado que la espuma de la botella estaba salpicando en el suelo.
De ahí a mis pies descalzos.
¿Que coño había pasado? La caja abrió la botella. Justo cuando se lo pedí.
Bueno no directamente, pero de alguna manera escuchó mis pensamientos. Y me
obedeció. Me obedece. ¡Joder, entonces el regalo está de puta madre! No sé si
valdrá para todo, pero si es así, es increíble.
No podía esperar más, tenía que volver a probar la caja. Decidí repetir la
situación. Era lo mejor. Primero asegurar la realidad. No fuera que hubiera
entrado en un estado paranoide escapando a mi control. Fui a la nevera y cogí
otra cerveza.
A mis órdenes. A mis putas órdenes. La tapa se volvió a abrir sola y volvió
a aparecer en el interior de la caja. Esta vez no sentí ninguna presión. ¿Se
estaba acostumbrando a su nuevo dueño? O yo me había acostumbrado a su reacción
y la había interiorizado. Igual alguna misteriosa fuerza nos había unido.
Tenía que experimentar más cosas. Se me ocurrió usarla para abrir el grifo
de agua de la cocina. No fue una buena idea. Cuando me di cuenta el agua salía
a chorros por todos lados. Había reventado el grifo. De hecho lo atrajo hacia
ella. Estaba dentro de sus paredes.
Corté el suministro de agua hasta que arreglara ese estropicio. Sequé todo
el suelo. Es curioso cómo en un momento el agua se hace con todo. Maldita caja.
Lo que hacía era atraer todo hacia ella, lo absorbía. Era un mini agujero negro
a control remoto. Me di cuenta que las cosas luego desaparecían en su interior.
Las primeras tapas aún estaban ahí, pero cuando absorbió el grifo, todo
desapareció con él. Igual tenía un máximo de retención de objetos y luego,
cuando se llenaba, los hacía desaparecer. Entonces podría atraer cualquier cosa
hacia ella y hacerla esfumarse. Joder, si era así, era una puta maravilla. Las
posibilidades eran infinitas.
No dejé de pensar en esto, cuando me fui hacia el cuarto de baño a
comprobar mis sospechas.
Levanté la tapa del inodoro. Un ruido fugaz fue el único testigo de la
acción. La tapa se había evaporado. No estaba en la caja tampoco, no cabía. La
había absorbido directamente. Tampoco me era muy necesaria. Lo importante es
que comprendía el mecanismo de la jodida cajita. Tenía que usarla en la calle.
Era mi futuro. No se hacia dónde, pero mi futuro.
Aún aguantaba el sol de media tarde, y las aceras se empezaban a llenar de
personas que salían de sus puestos de trabajo, dirigiéndose a su hogar, al bar,
al restaurante, a pasear por pasear, a lo que quisiera que hicieran todas esas
almas humanas en movimiento. Una marabunta con sus millones de preocupaciones
banales, con los pensamientos enfocados a la trascendencia de la levedad de su
tiempo. Se me hacían insignificantes. Los veía absortos en su alienación
personal, dirigidos por impulsos predestinados. Que poder me daba la posesión
de mi cajita. Cómo me había elevado a la inmortalidad. Me sentía capacitado
para hacer lo que quisiera. Tenía El Control del Todo, de todas esas personas,
de todos sus caminos. Las calles eran mías. Me pertenecían a mí. ¿Y, por dónde empezar?
Una regresión a las travesuras de mi infancia, en mi mente de adulto, me
dio la primera pista. Ante mí se acercaba una piba escandalosa. Un cuerpo de
esos que te hacen intentar mirar hacia otro lado, mientras en tu imaginación se
suceden las imágenes más provocadoras y sensuales. Una idealización de los dos
enlazados en un torbellino de pasiones. Demasiado obvio. Quitarle su ropa.
Que fácil era crear un escándalo. Su cuerpo desnudo pronto atrajo las
miradas de la multitud. Pareciera haberse parado el tiempo. Unos segundos
larguísimos para ella hasta que reaccionó y salió corriendo como pudo. La calle
se abría paso a sus pies. La expectación siguió sus curvas en la lejanía. Yo no
reaccioné. Impasible pensaba en otra cosa. No fue muy original. Un poco más
alejado venía un policía atraído por el griterío. Él fue el siguiente. Lo
disfruté más. Que ganas tenía de ridiculizar a uno de éstos. Indefenso en su
nueva adversidad, tuvo que refugiarse en una tienda. Le seguí. Igual fue una
coincidencia pero era la tienda más pija que había a la vista. Todos desnudos.
Fuera toda la ropa de la tienda. Fuera las paredes. Me daba la risa. Ya no
podía parar. El caos creciente que se estaba formando, aumentó mi dominio de la
normalidad. ¿Y si la cambiaba por completo?
Unos minutos después toda la gente que surgía al alcance de mi vista acabó
desnuda. Ni la mejor performance de la historia había conseguido esto. Un nuevo
tipo de flashmob a lo bestia. Pero
con la decisión impuesta, sólo con mi control. Para no llamar la atención me
desnudé a mí mismo. Es curioso cómo la vergüenza viene añadida por la presión
social. Nadie me miraba ahora. Todos estaban más preocupados de esconder las
imperfecciones de sus cuerpos. En igualdad de condiciones no había diferencias.
La belleza de lo imperfecto, de lo básico. El común denominador de la sociedad.
Daba igual el color de la piel, la estatura, el peso. Un momento hermoso.
Pensé en el resto de diferencias entre los individuos. Las clases. El
dinero. Perfecto. ¡Eso era!
Observé el primer banco cercano. Entré. Hice la fila con el resto de gente
que allí se encontraba, haciendo sus cuentas. Toda la puta vida igual. Cuenta
aquí, cuenta allá. La mayor parte de nuestro tiempo libre pensando cómo llegar
a fin de mes. Ajustarse más o menos. Siempre esclavizados. La sorpresa fue
enorme. Pronto nadie podía retirar dinero. No estaba allá. Corriendo me dirigí
al siguiente banco. La misma situación. A la vez que seguía desnudando a todo
el que se cruzaba por mi camino. Corrió la voz. La gente se comenzó a
desesperar. Al estar desnudos no tenían identificación personal. Eso no importó.
La impotencia de ver que perdían sus ahorros, los lanzó a tomar medidas drásticas.
Se formaron grupos que atacaron los bancos. La imagen no podía ser más
surrealista. Con lo primero que pillaban a mano, reventaban los cristales. Se
me ocurrió hacerlos desaparecer para evitar heridos. Y para que no atacaran a
los cajeros que estaban en su trabajo rutinario, hice desaparecer todo el
mobiliario. Cundió más el pánico. Nadie sabía quién era nadie. Y no podían
apaciguar su rabia porque no había contra qué apaciguarla. Pareció que se paró
el tiempo. Nadie se movía. Todos se miraban. Dudaban.
No me lo esperaba. Pero estando en la misma situación, desnudos, sin
diferenciación alguna entre la masa, se empezaron a golpear entre ellos. Una
batalla campal que arrancó como la pólvora. No se podía parar. La chispa que
siempre está latente. La razón dio paso al instinto. Al más primitivo. El ser
humano en toda su esencia. No sé por qué pensé que el amor triunfaría. Que las
diferencias se disiparían entre cada uno. Que podía ser un nuevo amanecer de la
conciencia. ¿Sería un único camino de ida, se hiciera lo que se hiciera?
En uno de los golpes, alguien me tiró al suelo. Solté la cajita en la caída.
No la veía ¡Joder, hijos de puta!
Arrastrándome por el suelo, esquivando patadas, sorteando la gente que iba
cayendo desmayada, la busqué sin suerte. Había demasiadas piernas. Mucha gente
en lucha. No podía estar lejos. Espero que nadie la encontrara antes que yo. Aun
así no sabría utilizarla. Pero era mi responsabilidad. Era mía. Presa del
pánico, empecé a golpear al aire con todas mis fuerzas. Se produjeron unos
cuantos impactos, no miraba ni quién ni dónde. Se creó un espacio a mí
alrededor. Lo suficiente para ver a unos pocos metros la caja. Me arrojé a por
ella.
Desapareció la gente. Me quedé sólo. No quise dar ese paso. Creo que fue
inconsciente. Me quedé con sus cuerpos. No yo, la caja. Se los tragó a todos.
No sabría decir si era un asesinato. O en su defecto un genocidio. Simplemente se
desvanecieron. Eran las primeras víctimas. Un cambio que se evidenció en ella.
Ahora tenía una luz especial. Un destello que iluminaba toda la calle.
Cautivó las miradas desesperadas de la multitud, que empezaron a correr hacia mí. Desde todos los puntos.
Era fácil luchar contra ellos. Podía con todos los que vinieran. Pero no quería
dar ese paso. Primero hice desaparecer toda luz que iluminaba las calles. Las
farolas, las tiendas, los autos, los grandes carteles, las ventanas que se
esparcían por todo el vecindario. Una distracción, la gente frenó en seco.
Miraron todo su alrededor acojonados. No se debieron sorprender demasiado.
Comenzaron a perseguirme. Unos metros más allá me cansé. Correr descalzo no era
lo mío. Me detuve y esperé a que se acercaran. Mi decisión era firme.
Desaparecieron. El brillo de la caja era lo único que se vislumbraba en el
horizonte. Un faro de la realidad. Un destino fijo. Pronto llegarían más.
Iría a casa a intentar tapar como fuese esa cosa, apaciguar su extenuante
luz. A mis pasos no encontré a nadie. El vacío se había apoderado de las
calles. Mejor para mí. Tranquilizaría mi ritmo. No tenía prisa. Debía pensar
que hacer. Se me había ido de las manos. Hasta dónde podía llegar una broma
infantil. No lo vi venir y le di todo el poder del mundo. Me tenía que deshacer
de ella. Alejarla de mí. La empacaría dentro de otra, o las que fuera que
apagaran su luz, y la sacaría de mi vida. Aunque no sé de que me asustaba.
Nadie acabará conmigo.
Frené. Delante de la puerta de mi casa, se amontonaban cientos de personas.
Me esperaban. ¿Pero cómo? ¿Tan fuerte era la luz? ¿O de alguna manera los
atraía? Eso debía ser. La cajita requería de ellos. Una vez que había empezado
a alimentarse de sus almas, necesitaba más. Precisaba seguir su crecimiento. Su
luz. ¿Y cuál sería el final? Vendrían más y más personas. Quería absorberlo
todo. Yo debía ser su medio. Estaba unida a mí. Y sabía que yo me salvaría
siempre a costa de los demás. Me había engañado. Quizás yo mismo.
Pero sabía la solución. Estaba al alcance de mi mano. Yo controlaría a esa
bastarda. Sería más listo que ella. Me eliminaría a mi mismo. Sin su medio,
dejaría de existir. Lo que pasara después ya no era de mi incumbencia.
No funcionaba. Seguía aquí. Lo intentaba e intentaba, con el mismo
resultado. La idea me paralizó. Siempre estaríamos juntos. ¿Pero en qué momento
se produjo esa unión? Tuvo que ser cuando abrí la caja por primera vez.
Ahora lo vi claro. Me vino a la mente el recuerdo de esa escueta nota.
´´Tú me robaste el corazón,
ahora yo te robaré el tuyo´´
No fue el corazón lo que me robó. Fue la existencia.
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